Mayra Jiménez
¡En cuántas ciudades estuviste,
en cuántas!
Ante la fuente de Neptuno, en Florencia,
y el David , original, de Miguel Angel;
en Versalles admirando la Fuente de Apolo,
cuyo carro, tirado por caballos,
se aleja del océano que rodea
la gruta de Tetis
donde Apolo pasó la noche
(eso dicen).
Por las calles angostas de Oviedo,
has estado,
entre faroles
o los molinos de viento, en Toledo,
en la misteriosa Innsbruck.
¡En cuántas camas
has dormido!
¡Cuántos libros te leíste
mientras yo divagaba
en soledades
buscándote,
recordando tu acento
matizado por los viajes!
¡Cuántas veces
con la lámpara encendida
yo leía a Carl Sandburg
y tú a Nietzsche o a Kierkegaard!
Ahora,
que conozco tus sabores,
tus olores
no encuentro la palabra
el modo gramatical
para hablarte de amor
(olivo del olivar,
mi opio tailandés)
para comunicarte los escalofríos,
la sed,
hierba mía, tú,
hongo alucinógeno,
hoja mascada por los evos incaicos,
hombre sustancia
que me conduce al vértigo
al delirio,
por comparación,
y me haces libre.
Renegué
cuando estudiante
de las categorías absolutas,
de la metafísica de la belleza en sí,
y creí que la vida se reducía
a las necesidades elementales
primigenias
lejos de ti,
de tu forma única de ser,
de conocer
de creer.
Y yo,
mujer o mariposa,
o lo que sea que fuere,
me sumo en el conocimiento
sistemático
ordenado.
Busco explicaciones en mis versos
sólo para ti,
fulgor incontrolable,
y te convierto en personaje
en poema,
mi canción de siempre
pasión,
mañana clara,
gusto,
idea persistente y recurrente,
revelación pagana,
distancia circunstancial,
duda infundada,
pasado.
Busco una explicación
que convierta el accidente
en la vida de la sustancia
en un canto.